María caminaba por las calles empedradas de su pequeño pueblo, con el corazón lleno de emoción y expectativas. Había decidido adoptar a un perro del refugio, uno que necesitara un hogar y cariño tanto como ella necesitaba compañía. Su madre había fallecido recientemente, dejándola sola en la casa que solía estar llena de risas y abrazos. Era momento de llenar ese vacío con amor y lealtad, pensó María mientras se dirigía al refugio de animales local.
Al llegar, fue recibida por una cacofonía de ladridos y maullidos que resonaban en el aire. Recorrió los corredores, mirando a través de las rejas a los diferentes animales que esperaban ser adoptados. Entonces, sus ojos se posaron en un perro de aspecto triste, con los ojos llenos de melancolía. Se acercó y el perro levantó la mirada, como si sintiera la conexión instantánea entre ellos.
Después de los trámites necesarios, María salió del refugio con su nuevo amigo a su lado. El perro, al que decidió llamar Ciro, caminaba con cautela al principio, como si no estuviera seguro de su destino. Pero a medida que avanzaban por el camino hacia casa, su actitud cambió.
Ciro comenzó a mover la cola con más fuerza, levantando la cabeza para mirar a María con gratitud en sus ojos. Se detenían ocasionalmente para que él oliera las flores o explorara un arbusto, y cada vez que lo hacía, María sentía un vínculo más fuerte entre ellos.
Cuando finalmente llegaron a casa, Ciro corrió por el jardín como si nunca hubiera sido infeliz. María lo observaba con una sonrisa, sintiendo un peso levantado de sus hombros. Sabía que, a partir de ese momento, no estaría sola.
Mientras se sentaban juntos en el porche, el sol se ponía en el horizonte, pintando el cielo de tonos cálidos y dorados. María acarició a Ciro, sintiendo una paz interior que no había experimentado en mucho tiempo. En ese momento, supo que su madre estaría feliz de verla encontrando alegría y compañía en la forma de un fiel amigo de cuatro patas.